(Go-Hhla-Ye; Arizona, 1829 - Oklahoma, 1909) Jefe de los apaches. Cuando en 1609 unos pocos inmigrantes ingleses fundaron la ciudad de Jamestown, en Virginia, entre ellos y el remoto Pacífico se extendía un vasto territorio ocupado por aproximadamente medio millón de indios de distintas tribus.
Justo trescientos años después, cuando en 1909 falleció el último gran jefe apache, Gerónimo, el genocidio prácticamente se había consumado y apenas quedaban, reducidos a condiciones de degradación y miseria próximas a la esclavitud, doscientos mil indios confinados en inhóspitas reservas. Habían sido vencidos por millones de inmigrantes, rudos colonos procedentes de todo el mundo que, protegidos por el ejército de los casacas azules, ocuparon sus tierras.
Gerónimo había nacido en el territorio de Arizona, junto a la frontera de México, la inmemorial tierra de los apaches, por la que hacia 1846 pasaron los soldados de Washington en dirección al sur. Con ocasión de ello, un indio pacífico, un jefe de los apaches mimbreños llamado Dasodahae, criado junto al río Mimbres en las proximidades de una misión hispanomexicana, tomó contacto, sin la más mínima aversión, con un pueblo al que no conocía.
Más tarde llegarían a aquellos parajes los mineros atraídos por el oro de Palo Alto, y Dasodahae, a quien un fraile había puesto como sobrenombre Mangas Rojas y que sería conocido por los nortemericanos como Mangus Colorado, fue a visitarles amistosamente. Los mineros lo insultaron y lo amenazaron con sus prepotentes revólveres y fusiles y, en el curso de una segunda visita, lo azotaron cruelmente y lo abandonaron medio muerto.
La venganza de Mangus Colorado no se hizo esperar; en una emboscada segó la vida de diez de los mineros, desatando con ello una guerra abierta que había de concluir con una irreversible y definitiva derrota de su pueblo unos cuarenta años después. Las diversas tribus apaches extendidas por la región (chiricauas, mescaleros, coyoteros, pinals) comprendieron que su territorio iba a ser progresivamente invadido por comerciantes, granjeros y soldados que abusaban de la superioridad de sus armas; entonces, dos grandes jefes de la misma nación se unieron al desafío de Mangus Colorado: Shi-Ka-She, conocido como Cochise, y Go-Hhla-Ye, Gerónimo.
Juntos combatieron contra el coronel James Carleton y sus voluntarios californianos en 1863. Después de una primera victoria apache, Mangus Colorado se entrevistó con el enemigo, sin tener en cuenta los consejos de sus aliados. Violando la bandera blanca de la paz, los oficiales lo hicieron detener y lo entregaron a la tropa. Durante la noche, uno de los soldados que lo custodiaban calentó al fuego su machete y pinchó al prisionero medio dormido, que contuvo su dolor comprendiendo el juego de sus agresores.
No obstante, otro centinela le lanzó a las rodillas un leño encendido, Mangus se levantó mecánicamente y una ráfaga de balas, legitimadas por el pretexto de una tentativa de evasión, acribillaron su cuerpo indefenso.
Durante los diez años siguientes, hasta 1873, fue Cochise quien encabezó la lucha, pero los saqueos y los incendios tendentes a reducir la soberbia del invasor resultaron infructuosos. Obtuvo algunas significativas victorias, pero su pueblo también sufrió cruentas represalias. Por ejemplo, el 30 de abril de 1871, ciento ocho ancianos, mujeres y niños apaches fueron exterminados en Camp Grant, aprovechando un día en que ningún hombre útil para la guerra quedaba en el campamento por haber salido todos a cazar a las montañas.
En 1873, el general Cook consiguió firmar un tratado con los apaches para que cesaran las hostilidades, al que se sometió Cochise y por el cual algunas tribus hallaron asilo en la reserva de San Carlos, en las tierras que se extienden a lo largo del río White, pero otras, como los chiricahuas, huyeron a México. Estos últimos, entre cuyos jefes destacaba el vigoroso Gerónimo, ocuparon posiciones inexpugnables en el macizo montañoso de Candelaria y durante un tiempo tuvieron por aliados a los mescaleros, dirigidos por Vittorio, que moriría en combate en 1880, momento en el que Gerónimo asumió también la jefatura del pueblo hermano.
Sus bandas acrecentaron la violencia por el territorio de Sonora en marzo de 1883, mientras otro jefe indio, Chato, imponía el terror a los blancos en Arizona. De ese modo, la frontera de Río Grande se convirtió en un verdadero infierno y el general George Cook se decidió a intervenir de nuevo, esta vez ayudado por un desertor chiricahua, Panayotishn, el cual se ofreció a servir de guía hasta el refugio secreto de los apaches. El 8 de mayo de 1883, la compañía del 6º de caballería, reforzada por doscientos guías indios, penetró en Sierra Madre. Un mes más tarde Gerónimo y Chato fueron conminados a rendirse. En julio pasaron a la reserva de San Carlos donde permanecerían durante dos pacíficos años.
Agotados por una guerra sin esperanza, los apaches parecían resignados a la forma de vida onerosa y precaria impuesta por los vencedores, quienes al principio pagaban a un precio razonable los forrajes y la leña que los indios talaban en los bosques. No obstante, en mayo de 1885, un centenar de disidentes aglutinados alrededor del valeroso Gerónimo, de Nachez, segundo hijo de Cochise, y de Chihuahua Mangas, huyeron de la reserva y se refugiaron en las montañas próximas de Nuevo México.
Durante algún tiempo arreciaron los ataques, pero el gobierno estadounidense no tardó en enviar sus tropas, al mando del capitán Crawford, para reducir a los rebeldes. Meses después, Gerónimo y Nachez solicitaron una entrevista con el militar enemigo mientras Chihuahua, el resentido vástago de Mangus Colorado, permanecía al frente de una decena de guerreros irreductibles y ajeno a toda negociación.
Pese a todo, Crawford aceptó las condiciones de capitulación de Gerónimo y Nachez, pero entonces ocurrió algo que nadie esperaba. Fue en ese momento cuando entraron en escena inopinadamente los mexicanos, quienes rodearon el campamento de los guías indios empleados por el ejército y se entregaron a una auténtica orgía de sangre en la que pereció incluso el capitán Crawford. Los jefes indios pudieron huir, pero este incidente costó el cargo al más alto responsable militar en la zona, el general Cook, quien fue destituido inmediatamente y hubo de ceder su puesto al general Nelson A. Miles.
Tras una frenética persecución de los resistentes, el nuevo responsable de la represión, menos sensible aún a los sufrimientos de los apaches que su predecesor, logró que Gerónimo y Nachez se rindieran por segunda vez en junio de 1886 y no concedió a los vencidos otro estatuto que el de malhechores entregados al pillaje, condenándolos por lo tanto a trabajos forzados.
El pueblo de Gerónimo, que si las cifras no mienten contaba con veinte mil miembros en 1871, había sido reducido hacia 1890 a unos pocos centenares. Ya no había para el orgulloso jefe apache ninguna batalla que entablar ni ninguna esperanza de futuro. Los veintitrés años de vida que le restaban debían servirle únicamente para que apurase hasta las heces el cáliz de la derrota y para que sus nuevos dueños lo escarneciesen convirtiéndolo en objeto de curiosidad y pasto de desaprensivos gacetilleros.
Los supervivientes fueron malviviendo al principio en la reserva de San Carlos, donde en 1888 los describió así Frederick Remington: "Los apaches fueron siempre los más peligrosos de todos los indios del oeste. En el ardiente desierto y en las vastas extensiones rocosas de su país, ningún hombre blanco pudo jamás capturarlos durante una persecución". Pero allí, en San Carlos, se alimentaban a medias de sus exiguos cultivos y a medias de la caridad racionada del gobierno, vestían con andrajos y su honor yacía por el suelo, quebrada y adolorida su memoria por sus héroes muertos.
Dos episodios vejatorios le restaban por vivir a Gerónimo antes de su muerte, acaecida en 1909. El primero, su presencia oportunista en el desfile que fue organizado en Washington con motivo de la elección como presidente de Theodore Roosevelt; el segundo, a los setenta y siete años de edad, la renuncia a los dioses de sus antepasados para abrazar el cristianismo.
Gerónimo, un anciano piel roja hostigado desde su juventud por los poderosísimos invasores, pasó en los últimos años de su vida a convertirse en un símbolo útil para la flamante conciencia nacional norteamericana. El inclemente punto de vista impuesto por Hollywood se encargó de desposeerlo de los últimos vestigios de su dignidad y así pasó a engrosar la epopeya de los pioneros, tanto más gloriosa cuanto más temibles, salvajes y valientes habían sido los enemigos a los que habían tenido que enfrentarse. El extraño destino de Gerónimo consistió al fin en alcanzar una indeseable popularidad universal y alimentar una de las más engañosas mitologías del siglo XX.
El cine, siguiendo el precedente del circo y otros espectáculos populares, convirtió a los indios en mero objeto de la curiosidad masiva y morbosa de un público de feria. Desde Edison, que ya en 1884 los utilizaba en producciones precinematográficas comoSioux Ghost Dance, hasta los actuales telefilmes, una falaz mitología se ha erigido a costa su secular humillación. Sin embargo, entre sus filas siempre se hallaron bravos guerreros, celosos de su independencia, que se resistieron a la violenta invasión de aquellas tierras por las cuales, hasta donde alcanzaba su memoria, sus antepasados habían cabalgado siempre orgullosos y libres. Así fue Gerónimo, que en la ficción era temido por los viajeros de La diligencia (John Ford, 1939) y protagonizó numerosos filmes como Gerónimo (Paul Sloan, 1939) o El salvaje (George Marshall, 1951), pero que en la realidad fue el postrero y noble jefe de un pueblo orillado por la historia, abolido por un nuevo episodio de la incesante crónica de la infamia.
Durante algún tiempo arreciaron los ataques, pero el gobierno estadounidense no tardó en enviar sus tropas, al mando del capitán Crawford, para reducir a los rebeldes. Meses después, Gerónimo y Nachez solicitaron una entrevista con el militar enemigo mientras Chihuahua, el resentido vástago de Mangus Colorado, permanecía al frente de una decena de guerreros irreductibles y ajeno a toda negociación.
Pese a todo, Crawford aceptó las condiciones de capitulación de Gerónimo y Nachez, pero entonces ocurrió algo que nadie esperaba. Fue en ese momento cuando entraron en escena inopinadamente los mexicanos, quienes rodearon el campamento de los guías indios empleados por el ejército y se entregaron a una auténtica orgía de sangre en la que pereció incluso el capitán Crawford. Los jefes indios pudieron huir, pero este incidente costó el cargo al más alto responsable militar en la zona, el general Cook, quien fue destituido inmediatamente y hubo de ceder su puesto al general Nelson A. Miles.
Tras una frenética persecución de los resistentes, el nuevo responsable de la represión, menos sensible aún a los sufrimientos de los apaches que su predecesor, logró que Gerónimo y Nachez se rindieran por segunda vez en junio de 1886 y no concedió a los vencidos otro estatuto que el de malhechores entregados al pillaje, condenándolos por lo tanto a trabajos forzados.
El pueblo de Gerónimo, que si las cifras no mienten contaba con veinte mil miembros en 1871, había sido reducido hacia 1890 a unos pocos centenares. Ya no había para el orgulloso jefe apache ninguna batalla que entablar ni ninguna esperanza de futuro. Los veintitrés años de vida que le restaban debían servirle únicamente para que apurase hasta las heces el cáliz de la derrota y para que sus nuevos dueños lo escarneciesen convirtiéndolo en objeto de curiosidad y pasto de desaprensivos gacetilleros.
Los supervivientes fueron malviviendo al principio en la reserva de San Carlos, donde en 1888 los describió así Frederick Remington: "Los apaches fueron siempre los más peligrosos de todos los indios del oeste. En el ardiente desierto y en las vastas extensiones rocosas de su país, ningún hombre blanco pudo jamás capturarlos durante una persecución". Pero allí, en San Carlos, se alimentaban a medias de sus exiguos cultivos y a medias de la caridad racionada del gobierno, vestían con andrajos y su honor yacía por el suelo, quebrada y adolorida su memoria por sus héroes muertos.
Dos episodios vejatorios le restaban por vivir a Gerónimo antes de su muerte, acaecida en 1909. El primero, su presencia oportunista en el desfile que fue organizado en Washington con motivo de la elección como presidente de Theodore Roosevelt; el segundo, a los setenta y siete años de edad, la renuncia a los dioses de sus antepasados para abrazar el cristianismo.
Gerónimo, un anciano piel roja hostigado desde su juventud por los poderosísimos invasores, pasó en los últimos años de su vida a convertirse en un símbolo útil para la flamante conciencia nacional norteamericana. El inclemente punto de vista impuesto por Hollywood se encargó de desposeerlo de los últimos vestigios de su dignidad y así pasó a engrosar la epopeya de los pioneros, tanto más gloriosa cuanto más temibles, salvajes y valientes habían sido los enemigos a los que habían tenido que enfrentarse. El extraño destino de Gerónimo consistió al fin en alcanzar una indeseable popularidad universal y alimentar una de las más engañosas mitologías del siglo XX.
El cine, siguiendo el precedente del circo y otros espectáculos populares, convirtió a los indios en mero objeto de la curiosidad masiva y morbosa de un público de feria. Desde Edison, que ya en 1884 los utilizaba en producciones precinematográficas comoSioux Ghost Dance, hasta los actuales telefilmes, una falaz mitología se ha erigido a costa su secular humillación. Sin embargo, entre sus filas siempre se hallaron bravos guerreros, celosos de su independencia, que se resistieron a la violenta invasión de aquellas tierras por las cuales, hasta donde alcanzaba su memoria, sus antepasados habían cabalgado siempre orgullosos y libres. Así fue Gerónimo, que en la ficción era temido por los viajeros de La diligencia (John Ford, 1939) y protagonizó numerosos filmes como Gerónimo (Paul Sloan, 1939) o El salvaje (George Marshall, 1951), pero que en la realidad fue el postrero y noble jefe de un pueblo orillado por la historia, abolido por un nuevo episodio de la incesante crónica de la infamia.
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