Las estaciones son los momentos en que podrá recoger
frutos o en que los bisontes regresarán a la llanura, o
cuando el suelo está helado. Para hablar de un año
dirá de una nieve a otra; la nieve es lo que cuenta,
porque significa frío y sufrimiento. Lo que el indio no
pueda hacer en una nieve lo hará en otra.
El paso del tiempo no representa gran cosa para
unos hombres que rara vez mueren de vejez en su
camastro, sino más bien de frío, hambre o por la bala
del fusil de un blanco. Cuando vea al hombre blanco
apresurarse para terminar las cosas cuanto antes, el piel
roja dirá con una sonrisa compasiva: El rostro pálido se
vuelve loco de tanto precipitarse.
El indio concede mucha importancia a su muerte, y a la
vista de una bella mañana soleada dirá: Es un buen día
para morir. Gracias a su muerte se seguirá hablando de
él cuando haya entregado su alma al Gran Espíritu.
El piel roja es temperamental, puede sentirse muy orgulloso
de sí y proclamarlo a voz en cuello o bien, avergonzado,
ocultarse de todos. Se muestra tan puntilloso por el bien
parecer que le desagrada importunar a los otros con
preguntas.
El indio no blasfema, su vocabulario carece de insultos,
y la peor de las ofensas es llamarle vieja o vieja cepa podrida.
El bravo ofendido se retira mohíno a un rincón hasta que
el ofensor acude a presentarle sus excusas, que serán
tanto más rápidamente aceptadas cuanto más costosos
sean los regalos que las acompañen.
La pregunta directa es la peor de las descortesías, y
precisamente por eso un piel roja jamás dirá a uno de
sus hermanos de raza: ¿ De dónde vienes? ¿Qué has hecho?.
Tan curioso como una vieja lechuza, dará un largo rodeo
hasta conseguir la respuesta sin haber formulado la pregunta.
Los hombres blancos, que no conocían esta particularidad,
se quejaban siempre de que los pieles rojas nunca respondían
a sus preguntas y de que llegaban incluso a adoptar un
semblante triste cuando se las formulaban. Sí, el indio se
sentía triste al ver hasta qué punto podían ser descorteses
aquellos hombres que se decían civilizados.
Si, por azar, un indio mataba a un blanco, los soldados de chaquetas azules acudían a la tribu para apoderarse del culpable.
Con objeto de hacerse perdonar, éste les ofrecía tres o
cuatro caballos como indemnización, pero los rostros
pálidos nunca los aceptaban y se lo llevaban para ahorcarlo.
Los pieles rojas han considerado siempre que un hombre
que se balancea al extremo de una cuerda es una visión
mucho más horrible que la falta que haya podido cometer.
Si acontecía que un indio mataba a otro, la familia del
muerto exigía una reparación, el culpable ofrecía unos
regalos y el incidente quedaba zanjado. Si no podía realizar
éstos se exiliaba, avergonzado, o era perseguido por los suyos
por no haber respetado las costumbres. Los indios no
reconocían el derecho de castigar con la muerte a uno de
los suyos.
Unos sioux, tras haber visto cómo unos blancos ahorcaban
a otros blancos, juraron no tener jamás contacto alguno con
tales salvajes.
Esta manera de ver las cosas abría un foso entre blancos y
pieles rojas.
Las palabras valentía y cobardía tampoco tenía
para los indios el sentido que les dan los hombres blancos.
Totalmente carentes de prejuicios ante los cambios de opinión,
los pieles rojas podían entablar un combate y detenerlo pocos minutos después por una razón práctica; esta conducta no
podía ser entendida por los blancos.
Si el piel roja gusta de las bellas leyendas y de las verdes
praderas, su sentido artístico no empaña en nada su sentido práctico. La verde pradera es verde a sus ojos porque
engorda los bisontes de los que el piel roja se alimenta.
Un bello bosque podrá ser una arboleda de troncos medio calcinados por el incendio entre los cuales pasar fácilmente
el cazador y a los que abatirá con pocos esfuerzos para calentarse. Una ristra de perniles de alce será una decoración inigualable
a la entrada de su tipi. Los barriles de madera que utilizaba el hombre blanco pueden convertirse en el más maravilloso de
los objetos porque con el metal de sus aros el indio tallará las puntas de sus flechas y de sus lanzas, que tan útiles le resultan
para la caza. El indio es positivo y considera que más vale
pájaro en mano que ciento volando. Pero esto no impide
que sepa sonreír cuando pierde.
La filosofía del indio se halla sobre todo determinada
por los sueños. Toma esta filosofía del más allá, en la interpretación de los ensueños o de las humaredas y
en el vuelo de las aves, pero lo más importante son los sueños.
El indio, como cualquiera, sueña mientras duerme, pero
este sueño no es tan fuerte, tan profético como el que puede obtener en la tienda ritual. En esta tienda, construida de
diferentes maneras según las tribus, recibe un baño de vapor, sudando copiosamente. Entre los indios de las praderas se
trata de un tipi de pequeñas dimensiones y especialmente dispuesto.
Entre los indios de los bosques es un wigwam,
cabaña reservada a este efecto. En ambos casos dispone
de un agujero excavado en el centro del baño de vapor,
donde se coloca el fuego. Encima de éste se sitúa una
especie de rejilla sobre cuatro patas. Las mujeres se encargan
de encender el fuego que luego cubren con piedras.
Cuando ya están muy calientes, el indio se coloca en la rejilla
y las mujeres arrojan agua sobre las piedras, con lo que se desprende un abundante vapor. A veces permanece durante
varios días en esta tienda, mientras las mujeres mantienen el
fuego y no dejan de arrojar agua sobre las piedras.
Allí, en un ayuno ritual, el indio transpira abundantemente y llega a sufrir varios síncopes y alucinaciones que interpretar al recobrar la conciencia. Al salir de la tienda ritual su conducta se guiará
por la interpretación de los sueños.
Si el nuevo inspirado declara haber recibido un mensaje y éste es aceptado, puede cambiar el curso de la vida de toda la tribu. Estos sueños son la base de las expediciones bélicas y de las grandes
partidas de caza. Pueden también obligar a la tribu entera a cambiar de campamento y a instalar la aldea a quinientos kilómetros del lugar donde se hallaba.
Cada clan tiene sus brujos; entre los sioux es el chamán. Éste dispone de toda una gama de accesorios para predecir
el porvenir. Conserva el secreto de sus recetas, que
constituyen la fuerza de su medicina. Enciende fuegos
y durante horas examina escrupulosamente las volutas
de humo; arroja al suelo un puñado de ramitas e interpreta
las formas geométricas que componen. Hace otro tanto con guijarros, leyendo con idéntica facilidad en la arena, en las
nubes o en las entrañas de una rana: sus deducciones pueden aportar la prosperidad... o conducir al peor de los cataclismos.
Los indios llevan consigo constantemente un saco que çlos primeros norteamericanos llamaron medicina, pensando que contenía hierbas para cuidar las heridas y las enfermedades
pero no se trataba de nada de eso. Confeccionado generalmente con la piel de un animal, el saco-medicina se halla siempre adornado, puede ser grande o pequeño, de piel de armiño,
de lobo, de rana, de lince o de ave; la medicina comienza
ya con la piel elegida.
En ciertas tribus, el indio tiene dos sacos- medicina: uno,
secreto y precintado, que no se abre nunca y va cosido
a la ropa o atado al cuerpo; el otro le sirve de morral donde çcoloca su pipa, el tabaco, las pinturas para su cuerpo y sus talismanes. Estos últimos pueden ser una garra de oso,
una piedra, una pluma, una pata de liebre, la oreja de un
enemigo o cualquier otra cosa. Los dos sacos tienen el mismo carácter sagrado, porque los dos guardan objetos sagrados.
El saco-medicina es la propia vida del piel roja y su protección. Todo depende de él, y para agradar a su medicina, el indio
acaricia el saco, ofrece banquetes en su honor o se inflige
duras penitencias si cree haber provocado su cólera. En este
saco se hallan reunidos lo bueno y lo malo. Al llegar la
pubertad, el joven indio se aleja de la tribu y ayuna aislado
.Durante largos días llama al Gran Espíritu y elige al primer animal entrevisto en los sueños de su delirio. El joven ya
no tiene más que regresar a la aldea, recobrar sus fuerzas y lanzarse armado a la búsqueda del animal designado por
el Ser Eterno; este animal se convierte en su protector para
toda la vida y con su piel el indio confecciona su saco.
Nunca más podrá volver a matar un animal de esta especie
sin destruirse a sí mismo. La medicina es un don del Gran
Espíritu, del que el indio no puede disponer; vender su saco,
darlo, perderlo, dejárselo quitar, convierte a este desgraciado
en un-hombre-sin-medicina, que pierde en el acto el respeto
de los suyos. Al indio así desposeído y afligido sólo le queda
un recurso: arrancar el saco- medicina a un enemigo y regresar
a su campamento para recuperar sus antiguos privilegios.