martes, 15 de mayo de 2012
EL PEYOTE Y LA AYAHUASKA: EN LA NUEVAS RELIGIONES II
Si tradicionalmente fueron Europa y Asia
los proveedores de espiritualidad y de técnicas
para buscar y vivir el misticismo y el éxtasis
religioso, en la actualidad es el continente
americano el que se ha convertido en un
inmenso campo de cultivo de la espiritualidad
mundial, laboratorio de nuevas religiones y
religiosidades que en diversos casos se van
abriendo camino en el Viejo Mundo, incluso
en Asia.
Este hervidero de nuevas espiritualidades,
mestizajes religiosos y sincretismos(1).adquiere
una gran diversidad en sus forma de
manifestarse: desde la mística extática entendida
en la más estricta tradición de la individualidad
oriental, hasta las grandes organizaciones
religiosas de carácter protestante cuya clave
expansionista suele residir en las estrechas
relaciones que mantienen con los sistemas de
control social (gobiernos, ejércitos, multinacionales),
los cuales apoyan de forma principalmente
monetaria las acciones proselitistas de sus
pastores y difusores, con el fin de conseguir
agrupar el máximo número de seguidores en
sus ceremonias y creencias a los que poder
controlar con posterioridad. La tristemente
famosa Escuela Lingüística de Verano es un buen
ejemplo de ello en Sudamérica.
Para iniciar el recorrido analítico por las nuevas
formas religiosas cuya esencia es el consumo
ritualizado de substancias visionarias o
enteógenas(2), se debe aceptar que tales
religiones sincréticas solo se mantienen vivas
en América y en África, a pesar de que el
consumo de psicótropos fue algo generalizado
en la práctica totalidad de las religiones
prehistóricas e históricas.
Hay abundante material bibliográfico sobre ello,
pero tal vez el punto crucial de esta discusión
deba situarse en el enfrentamiento científico
entre Mircea Eliade y Robert Gordon Wasson
.
El primero defendió la hipótesis de que las
religiones que practican el consumo ritualizado
de enteógenos deben ser consideradas como
formas de espiritualidad decadente, ya que la
búsqueda de estados extáticos debe ser,
según M. Eliade, resultado de la meditación
en sus diversas formas. En cambio, el segundo
de estos autores, R. Gordon Wasson, puso de
manifiesto que el proceso prehistórico evolucionó
en sentido contrario: el consumo de enteógenos
permitió al ser humano conocer y vivir ciertas
experiencias extáticas que luego fueron buscadas
por otros medios cuando, por las causas que fuere,
desaparecía del entorno de una sociedad la posibilidad
de abastecerse del enteógeno usado, como fuera
el caso de los arios y su famoso Soma. En todo
caso, incluso en la puritana Iglesia Católica,
hoy prácticamente desactivada de todo misticismo,
sobrevive el consumo simbólico de un
embriagante – el vino- como centro de su
máxima expresión ritual, la Misa. Y ello es algo
que proviene de los más lejanos orígenes
cristianos y no al revés: los Patriarcas fundadores,
a la sazón, usaban licores mucho más fuertes
que el actual vino de misa y la ebriedad sagrada
era conseguida de forma mucho más rápida y
profunda, como aparece repetidamente en los
Textos Sagrados.
Así pues, a modo de introducción hay que
definir los lazos que unen tales formas de
religiosidad mistérica contemporánea americana
con el misticismo, en la forma en que es
entendido en Occidente a partir de las tradiciones
dadas.
Por mística, en su sentido más lato, cabe
entender la parte de la producción cultural
humana relativa a los misterios religiosos.
Se trata de una experiencia de lo numinoso
– verdadera o supuesta, pero ello no es objeto
de discusión aquí- , de la unión o vivencia
sensible y directa con la divinidad según la
entienda cada cultura. Al sentido originario de
mística, en tanto que experiencia sensible,
cabe atribuir los misterios de muchas religiosidades
no cristianas, desde el chamanismo hasta el
sufismo musulmán o el budismo. La diferencia
más importante entre el misticismo cristiano y
los demás, reside en que el cristiano – cuyo
preludio hallamos en el misticismo judío- ,
no puede eludir el hecho de que la materia
ha sido santificada, ni puede ignorar a los
otros seres humanos ya que el principal camino
hacia la unión con Dios es el amor al prójimo,
y ello a pesar de los siglos de torturas y
asesinatos inquisitoriales en nombre de tal amor.
En sentido contrario, en otras tradiciones
espirituales, el misticismo ha sido más relacionado
con determinados ritos religiosos de carácter
secreto y misterioso, que permitían a los iniciados
el contacto sensible con la divinidad. De ahí,
el contenido profundamente mistérico de las
religiones enteógenas cuyo centro ritual reside,
justamente, en el consumo de psicótropos de
carácter visionario (no de narcóticos o
estimulantes) cuyo efecto sobre la psique
humana desvela la vivencia de lo que se suele
denominar como experiencia inmediata de la
divinidad, con o sin activación del imaginario.
Aclarado el primero de los conceptos a utilizar,
fijemos la atención en el siguiente ¿de dónde
nacen las nuevas religiones mistéricas americanas?.
Sin lugar a dudas, los cuatro principales pilares
que sustentan tal laboratorio de espiritualidad
en la América de hoy son:
el cristianismo, tanto en su versión de decaído
catolicismo como por medio de los múltiples
grupos y sectas de ostentosos y agresivos
protestantes sostenidos con abundantes dólares;
las creencias y prácticas animistas y mágicas
de origen africano llegadas al continente
americano con los esclavos negros; por ejemplo,
los ritos de candomblé y las demás prácticas
afrobrasileñas o las ceremonias propias de la
magia vudú afrocaribeña;
el tercer puntal que alimenta el hervidero de
religiosidades en la América de hoy está
constituido por los intrincados sistemas de
creencias, símbolos y prácticas chamánicas
supervivientes de los pueblos indígenas americanos,
los cuales si bien en su mayoría han sucumbido
junto a sus formas culturales en el largo proceso
de colonización y de industrialización, en algunos
casos han logrado sobrevivir generando múltiples
formas sincréticas mágico-religiosas al unirse a
la simbología cristiana o a las prácticas africanas
en sus ritos y ceremonias;
finalmente, y con una influencia menor pero
claramente visible, están los esoterismos
espirituales desarrollados en Europa a lo largo
del siglo XIX: teosofía, espiritismo, rosacrucismo
y la masonería.
En el actual mercado de la espiritualidad
también se dan otras mezclas como, por
ejemplo, los rastafaris jamaicanos, las nuevas
espiritualidades en base a religiones orientales,
o cierta psicología humanista contemporánea
denominada de la Nueva Era cuyos valores
transpersonales le acercan mucho a los sistemas
espirituales misticoides. A pesar de su existencia,
no hablaré de ello sino que las dos religiones
a las que dedicaré el presente texto son el
resultado del sincretismo nacido entre las
prácticas chamánicas indígenas amerindias
y el cristianismo americano. Estas nuevas formas
de espiritualidad siguen manteniendo su centro
ritual en el consumo de enteógenos, característica
esencial de las prácticas mágico-religiosas
indígenas tradicionales y del cristianismo
original (ALLEGRO, 1985).
A partir de estas tres grandes formas
de espiritualidad (cristianismo, religiones
afro y tradiciones chamánicas amerindias)
más la supervivencia de las doctrinas esotéricas
europeas y las aportaciones del mundo oriental
que iniciaron su entrada masiva en la América
en los años 1960, se han originado un sinnúmero
de grupos, sectas y religiones cuya búsqueda
se orienta hacia la experiencia de lo numinoso,
entendido aquí como la influencia de un objeto
o presencia invisible que induce estados
modificados de la consciencia, sensiblemente
verificables.
La importancia universal de este campo de
cultivo de nuevas espiritualidades que es
América hoy se debe a que ahí se digieren
y aprovechan aportaciones de todas la grandes
y pequeñas culturas previas. Las poblaciones
americanas no están lastradas por la pesada
cadena que representan las antiguas y rígidas
tradiciones litúrgicas, a las iglesias duramente
jerarquizadas y, en definitiva, a las mentalidades
conservadoras. Las nuevas espiritualidades
americanas disfrutan de la capacidad de
transformarse tan a menudo como se crea necesario,
de la libertad para experimentar formas nuevas
sin dogmatismos de antiguas religiones – lo
cual no implica que estén libres de ellos- , a
menudo decadentes y que consiguen mantenerse
gracias al apoyo de las instituciones políticas
o por medio de estrategias de marketing que
no tienen mucha relación con la búsqueda de
valores espirituales trascendentes o de un
camino hacia la experiencia de plenitud
extática, sea ésta entendida como una unión
con la divinidad, con la esencia de la Pachamama,
la Madre Tierra, o como una catarsis
autoremunerativa.
Durante milenios, la religiosidad de las sociedades
indígenas americanas – tanto en el continente
meridional como en el septentrional- han
entendido el consumo de enteógenos como
la forma sagrada de comunión con su ideación
de divinidad, fuera ésta teísta, animista o atea.
Sólo para recordar alguna de las plantas o
pócimas visionarias más conocidas y usadas en
contextos religiosos americanos indígenas,
cabe mencionar el consumo mexicano de
teonanácatl, hongos psilocíbicos cuya ebriedad
es buscada por diversas etnias de Mesoamérica
como los mazatecas, pueblo al que pertenecía
la famosa chamán María Sabina a quien Occidente
debe, en parte, el conocimiento sobre la vigencia
del uso de enteógenos en el mundo indígena actual.
Es famoso también el uso pan-amazónico
chamánico y no chamánico en más de 70 grupos
étnicos de la mixtura enteógena de ayahuasca
o yagé – analizado en detalle en alguna de
mis obras anteriores: FERICGLA, 1994; 1997.
Cabe citar también el uso de rapés inhalados
que contienen elevadas cantidades de
triptaminas embriagantes en la zona del
Caribe y de la Amazonía (OTT, 1996).
No está menos extendida en todo Sur y
Centroamérica la tradición de beber el potentísimo
jugo de las Brugmansia, popularmente
conocidas como “floripondio” o “hierba del diablo”,
cuya embriaguez puede durar tres o cuatro días.
También ocupa un lugar importante el uso
adivinatorio y en diversos rituales de curación de
las semillas de Dondiego de día que sintetizan
alcaloides ergolínicos. No se puede olvidar el
péyotl, o cactus del peyote, tan conocido por
ser el enteógeno con que los huicholes – entre
otras etnias- realizan su comunión sagrada; en la
actualidad, este pequeño cactus es también el
sacramento consumido por los cerca de 500.000
miembros de la Native American Church y
de la Peyote Way Church of God extendida
por los EE.UU. y Canadá, y de la que hablo
extensamente más adelante. Finalmente, hay
que citar el difundido uso del gran cactus san
Pedro – dueño de las llaves del cielo, en la
tradición cristiana- por toda la cordillera andina;
y tampoco se puede olvidar el tabaco silvestre,
considerado por el eminente antropólogo
Johannes Wilbert como el alucinógeno
americano por excelencia ya que fue – y es- c
onsumido por grupos indígenas de todas
las latitudes continentales (WILBERT, 1987).
Podríamos recoger más de dos cientos especímenes
vegetales enteógenos utilizados en la América
indígena (OTT 1996; EVANS SCHULTES y
HOFAMNN, 1982), pero como ilustración de
los psicótropos más famosos es suficiente.
Así pues, voy a centrarme en analizar las dos
iglesias sincrético-religiosas de orientación
mistérica más importantes surgidas a partir
del contacto entre el cristianismo y las
religiosidades autóctonas americanas.
La principal característica de los movimientos
sincréticos a los que me voy a referir reside
en su búsqueda de estados extáticos de carácter
religioso por medio del consumo de enteógenos.
Tales ceremonias se celebran de acuerdo a
tradiciones aborígenes chamánicas de origen
inmemorial y a nuevas incorporaciones rituales
y simbólicas del siglo XX: hoy, las pócimas o
vegetales visionarios se consumen dentro de
marcos altamente ritualizados y de simbología
predominantemente cristiana. Me refiero a
la Native American Church, Iglesia Nativa
Norteamericana, y a sus diversas ramificaciones,
cuya comunión sacra se realiza con el pequeño
cactus embriagante del peyote; y a los seguidores
del denominado Santo Daime, divididos en
diversas iglesias – de las que hablo más adelante-
y cuya forma de embriaguez sagrada se busca
por medio del consumo del famoso enteógeno
pan-amazónico de la ayahuasca.
Para simplificar la exposición hablaré de las
iglesias del peyote y de las de la ayahuasca.
La gran importancia de ambas iglesias reside
en dos de sus características esenciales:
sus prácticas mistéricas están muy cercanas
al cristianismo originario, en el que también
se consumían embriagantes sagrados como
medio para autoinducirse experiencias extáticas
de búsqueda de lo numinoso (ALLEGRO, 1985;
WASSON, HOFMANN y RUCK 1980; y WASSON, KRAMRISCH, OTT, y RUCK, 1996). Insisto:
el consumo de una bebida embriagante,
el vino, como centro mistérico de la ceremonia
central cristiana católica es una supervivencia
de ello.la poca o casi nula relación formal
con los poderes políticos, a excepción de los
trámites necesarios para legalizar la existencia
institucional de tales iglesias. Esta relativa
marginalidad les permite moverse de acuerdo a
intereses que ellos entienden de carácter más
espiritual que social. En este sentido, puede
afirmarse que no se trata de movimientos de
resistencia étnica ni política, aunque sí
configuran fuertes referentes de identidad
para los miembros que están en ellas.
También existen otros grupos religiosos americanos
actuales que consumen substancias cuyos
efectos embriagantes y visionarios constituyen
una importante fuente de revelaciones –
como por ejemplo los ya mencionados rastafaris
jamaicanos que consideran a la Cannabis
como su planta sagrada, y la consumen de
diversas formas- , pero estos grupos los dejaré
fuera de mi exposición por tratarse de movimientos
muy minoritarios. IILa espiritualidad del peyote
La Iglesia Nativa Norteamericana, Native
American Church, cuenta en la actualidad con
un número de seguidores que oscila entre
trescientos y quinientos mil que habitan
principalmente en los EE.UU. y, en segundo
lugar, al oeste de Canadá. Los miembros de esta
iglesia residentes en Sudamérica o en Europa
suman una cifra insignificante.
La búsqueda de lo numinoso y de una catarsis
religiosa, meta de sus formas de espiritualidad,
se centra en el consumo ceremonial del cactus
peyote , ingestión que se realiza arropada por ritos
ancestrales y de largada duración – habitualmente
más de 7 horas- cuya finalidad es dar un sentido
consensuado al efecto visionario del cactus.
El principio activo desde el punto de vista
farmacológico es la mescalina.
Para entender a fondo el sentido y los
mecanismos internos de la Iglesia Nativa
Norteamericana hay que comenzar por ampliar
alguna información sobre el cactus
embriagante y sobre la ceremonia actual, mucho
más corta que la realizada por los indígenas
norte y mesoamericanos cuyas celebraciones
peyoteras se alargan durante tres a cinco días.
El peyote crece en grandes cantidades al
norte de México y al sudoeste de los EE.UU.,
en los desiertos calcáreos y en los valles
de los ríos que surcan la geografía local.
A pesar de su tamaño relativamente pequeño,
entre 10 y 12 cm de diámetro y 3 a 6 cm de
altura, este cactus crece muy lentamente:
una sola planta llega a necesitar hasta 15 años
para alcanzar su estado de maduración plena
(OTT, 1996). De cada cactus se ingiere tan
solo la corona superior, lo que popularmente
se denomina el “botón de peyote” o
“botón de mescal”, y el efecto posterior
podría resumirse diciendo que induce una
experiencia dialógica de carácter muy visionario
y luminoso que es vivida como un contacto o
revelación proveniente del ser íntimo de
cada uno, con el sí mismo en expresión psicológica,
aunque lo más general es proyectarlo hacia
personajes o seres vividos como externos
al propio sujeto embriagado: este mismo
hecho fue puesto de relieve a lo largo de los
siglos XII a XIV por diversos místicos
cristianos que propugnaban la existencia
de Dios en sí mismos, “Dios soy yo mismo”,
por lo que eran sistemáticamente excomulgados
o, aun peor, condenados por la Inquisición a raíz
de sus “visiones demoníacas”. Bajo el efecto
del peyote se experimenta una explosión
visionaria que sume al sujeto en un profundo
estado modificado de consciencia cuya
atmósfera interior predominante es la emocional
.
En 1560 fue el franciscano fray Bernardino
de Sahagún el primer blanco que describió el
efecto de este cactus y el uso sagrado que le
daban los indígenas. Este conocido misionero
de la época colonial lo detalló de esta forma:
Ay otra yerva que se llama peiotl… hacese hacia
la parte del norte: los que la comen o beben ven
visiones espantosas o de risas, dura este
emborrachamiento dos o tres días y después
se quita. Es como un manjar de los chichimecas
que los mantiene y da ánimo para pelear y no
tener miedo, ni sed ni hambre y dicen que los
guarda de todo peligro. (SAHAGÚN, 1982;
se trata de los materiales recopilados en náhuatl
por el autor en 1569).
El denominativo de este cactus en lengua
náhuatl (3) era peiotl o péyotl, palabra que
probablemente significaba “cosa peluda” ya que,
a la vez, se indicaría un espécimen preciso de
oruga velluda y este cactus que está coronado
por mechones de pelos sedosos alrededor de la
flor, en el botón (LA BARRE, 1980). Existen
numerosas pruebas arqueológicas de que los
Aztecas que vivían en el valle de México –
donde hoy se levanta la populosa capital de este
país- y también otros grupos indígenas que
habitaban más al norte, ya veneraban el cactus
del peyote como fuente de inspiración y
revelación divinas, y lo consumían en sus
ceremonias religiosas. R.G. Wasson ha sugerido
que la categoría péyotl es el origen etimológico
de la palabra mexicana piule, utilizada en
la actualidad para referirse a los enteógenos
y a la embriaguez visionaria en general
(citado por OTT, 1996:77, y propuesto ya
en 1919 por B.P. Reko. No obstante,
EVANS SCHULTES y HOFMANN, 1982:76,
indican que por piule se conoce en México
los frijoles rojos y blancos de varias especies
de Rhynchosia que quizá fueron consumidos
en la antigüedad como alucinógenos).
En este ámbito es de mencionar la importancia
de los trabajos arqueológicos realizados
en la Huasteca (México), a lo largo de más
de ocho años de excavaciones, por parte de la
pareja Joaquín y Nicole Muñoz, antropólogos,
historiadores y arqueólogos. Gracias a su
laborioso esfuerzo se ha podido reconocer
un enorme complejo diferenciado de escritura
glífica que hasta hoy había sido considerado
simplemente como figuras decorativas. Este
complejo cultural prehistórico de amplio
desarrollo local – se expandió por un territorio
del tamaño de la Península Ibérica- , se asocia
de forma predominante y casi exclusiva a restos
de cultura material en los que el elemento
central y más significativo está relacionado con
la muerte y la ingestión de substancias psicoactivas(4) .
La historia conocida sigue en el año 1521
cuando los castellanos, bajo el mando de
Hernán Cortés, derrotaron el imperio
Mexica o Azteca y culminaron la conquista
de lo que hoy es México. Entre otras
consecuencias inmediatas para los indígenas,
tal victoria implicó la imposición del
Catolicismo y la eliminación oficial de las
religiones aborígenes, con lo que la única
salida que quedó a los mexicas y otros pueblos
autóctonos para mantener sus intensas
creencias y prácticas chamánico-religiosas fue
la apostasía. Hoy se sabe que a pesar del
violento proceso de aculturación y adoctrinamiento
católico, en diversos lugares los mexicanos
siguieron practicando el consumo de diferentes
enteógenos, no solo peyote, bajo formas
simbólicas cristianas. Tal uso de hongos
embriagantes les mantenía en contacto con la
experiencia catártica, centro de sus valores
religiosos, sociales, morales y estéticos, y
ello puede dar una indicación del enorme valor
que tenía – y tiene- la experiencia enteógena
para los indígenas mesoamericanos.
No es preciso mencionar la ya famosa
investigación de R.G. Wasson que culminó
con el redescubrimiento de tales prácticas,
todavía vivas a mitad del siglo XX cuando
se creían desaparecidas desde siglos antes
(WASSON, 1983).
No se conocen documentos que atestigüen
con fiabilidad si los misioneros católicos de
los siglos XVI a XIX probaron nunca el
efecto del peyote sagrado de aquellos pueblos
indígenas, pero a partir de las desacertadas
afirmaciones que realizan en los textos
coloniales (como la anterior de Sahagún) se
puede inferir que nunca lo consumieron, ya
que el efecto del cactus dura entre seis y ocho
horas pero nunca “dos o tres días”(5).
La persecución cristiana contra las formas
religiosas de los indígenas mexicanos fue en
aumento hasta que el 19 de junio de 1620 los
“Inqvisidores contra la herética, el vicio y la apostasía” oficializaron un decreto en México que reza así:
El vso de la Yerba o Raiz llamada Peyote…
es acción supersticiosa y reprobada, opuesto a
la pureça, y sinceridad de nustra Santa Fe
Catholica, siendo ansi, que la dicha yerba ni
otra alguna no puede tener la virtud y eficacia
natural que se dize para los dichos effectos
ni para causar las ymagenes, fantasmas y
representaciones en que se fundan las dichas
adivinaciones y que en ellas se ve notoriamente
la sugestion, y asistencia del demonio, autor
deste abuso…
Mandamos que de aquí adelante ninguna
persona de cualquier grado y condicion que
sea pueda usar ni use de la dicha yerba, del
Peyote, ni de otra para los dichos efectos (sic),
ni para otros semejantes debajo de ningun titulo,
o color, ni hagan que los indios ni otras
personas las tomen con apercibimiento que
lo contrario haciendo, demas deque abreys
incurrido en las dichas censuras y penas,
procederemos contra los q. rebeldes e
indoliantes fueredes, como contra (sic)
personas sospechosas en la Santa Fe Catholica.
(citado por OTT, 1996:78).
Este decreto constituyó la base legal para
que el consumo de peyote y de cualquier
otro enteógeno fuera perseguido con
toda violencia por parte de los soldados
y misioneros castellanos. A cambio, a los
indígenas se les ofrecía como substituto
el mediterráneo vino de misa y posteriormente,
para frenar su fiereza, se les embriagó con
los destilados anglosajones – licores como
el aguardiente o el whisky que, aunque
todavía no estudiado con rigor, han jugado
un papel fundamental en todo el proceso
de colonización de las Américas- .
A pesar de todo, el peyote y otros enteógenos
han seguido siendo usados en secreto o no
por la casi totalidad de grupos indígenas,
y gracias a ello la antropología ha podido
conocer con detalle tales prácticas y la
importancia sin igual que tienen en la
cosmovisión, el arte, la medicina, las
relaciones sociales y la religiosidad indígena.
La bibliografía sobre el peyote, o híkuri o
híkuli como es denominado en lenguas
indígenas actuales del norte de México, es
muy extensa y cada vez más compleja, lo
que da una indicación de la enorme
importancia y profundidad cultural de
tal práctica (tal vez conviene señalar las obras
de BENÍTEZ 1968; FURST 1972 y 1980;
LA BARRE 1980; y OTT, 1996, donde
aparece una extensa bibliografía. Para un
resumen de la historia y usos del peyote: EVANS
SCHULTES y HOFMANN, 1982:132-143).
Dicho lo anterior, la historia sigue.
El uso sacramental del peyote no tan solo ha
sobrevivido entre las etnias habitantes del
actual México, en especial entre huicholes
y chichimecas, sino que a finales del siglo XIX
– a partir de 1870 según algunos autores-
el consumo del cactus inició una rápida
expansión de la mano del movimiento pan-indio.
Según la extensa y erudita obra de W. La Barre,
El culto del peyote, el camino que probablemente
siguió el uso sacramental de este pequeño cactus
partió del norte de México y pronto fue
adoptado por grupos nómadas como los apaches
mescaleros del sudoeste de los EE.UU.,
a los cuales llegaría de la mano de otros
pueblos nativos del México septentrional. De los
apaches, el peyote pasó a los comanches
kiowa y así continuó su difusión hasta el norte
de los EE.UU., a las tribus de las praderas, y
finalmente hasta el oeste del territorio
canadiense (OTT, 1996).
Es muy probable que el consumo ritualizado
de este enteógeno haya cumplido una doble
función entre los indígenas norteamericanos,
y hoy lo sigue haciendo:
por un lado, satisfacía las expectativas espirituales
o chamánico-religiosas más toda la relación de
ayuda que deriva de ello, ypor otro, actúa como
elemento reafirmante de identidades étnicas
colectivas.
No se debe olvidar que el consumo del
peyote llegó a las gigantescas praderas
americanas en el momento álgido y más
violento del proceso de aculturación occidental
en aquellas zonas. En este sentido, el uso del
cactus enteógeno fue renovadamente
estigmatizado por los blancos en el siglo XIX
– cuando la Inquisición ya había dejado de
actuar en América- para poder atacar las
tradiciones y culturas indígenas ahora con
fines políticos, raciales y económicos
como queda reflejado, por ejemplo, en el
artículo de T.S. Blair “Habit indulgence in
certain cactaceus plants among the Indians”,
editado en 1921 en el Journal of the
American Medical Association (ibid:79).
En aquellos años del primer tercio del
siglo XX se produjo un fenómeno social
– que se mantiene hoy- alrededor de las
religiones mistéricas que usan enteógenos.
Los indígenas, en su urgente búsqueda de
aliados blancos que les apoyaran en el
consumo ritualizado del peyote, hallaron
principalmente ayuda entre antropólogos,
etnobotánicos, abogados y algunas personas
de idiosincrasia liberal. La Constitución de
los EE.UU. garantiza la total libertad de
religiones dentro de su ámbito territorial,
y ello fue la palanca legal que permitiera a
los indígenas mantener sus prácticas enteógenas
vigentes. No obstante, para ello necesitaron
ayuda a la hora de interpretar las Leyes
estatales y federales, y el apoyo de opiniones
y figuras autorizadas por la propia sociedad
blanca. Tras diversas discusiones, la larga
batalla legal fue ganada por los indios – una
de las pocas que han ganado en la historia
de la aculturación de Norteamérica, como
apuntan diversos autores- y en el año 1918,
líderes de las etnias cheyenne, kiowa, ponca,
otoe y comanche fundaron en Oklahoma
la Native American Church, Iglesia Nativa
Americana. Según comenta E.F. Anderson
(1980), la iglesia se extendió de forma rápida
incluso hasta territorios meridionales del
Canadá, pero algunos indígenas ancianos
mostraron su oposición a tal “reforma”
chamánico-religiosa que incluía el uso del
peyote, ya que no formaba parte de sus tradiciones
ancestrales que, a menudo, incluían el
consumo de otros enteógenos no contemplados
por la nueva Iglesia Nativa Americana.
Este hecho reafirma lo dicho anteriormente
respecto de la función socializadora y
generadora de identidades asociadas al uso
ritual del cactus o de otros enteógenos.
A pesar de ello, la situación actual navega
en medio de una batalla de ambigüedades legales
ya que la Ley norteamericana acepta a
regañadientes la venta y difusión del enteógeno y,
por ejemplo, en el año 1964 se condenó a
algunos indígenas por asuntos relacionados con
la venta del peyote. Lo soporta gracias a la
libertad innegociable de las creencias religiosas
que profese cada cual, y al uso altamente
ritualizado del cactus en esta iglesia, lo mismo
que sucede con la ayahuasca y las iglesias
daimistas de las que se habla más adelante.
Por otro lado, diversos grupos indígenas, como
por ejemplo los navajos y los hopis, comparten
el consumo del cactus visionario pero nada
más ya que se trata de grupos étnicos enemigos
que nunca se reúnen para celebrar sus ritos religiosos.
Esto conlleva que no exista un frente común
para organizar, controlar y legalizar la recolección,
la venta y el consumo de este cactus enteógeno.
Una nueva dificultad legal tuvo su raíz en el
hecho de que, cuando se autorizó el consumo
de peyote con fines espirituales en todos los
EE.UU., se aceptaba el uso de este alucinógeno
pero tan solo por parte de personas que pudieran
demostrar que corría un mínimo del veinticinco
por ciento de sangre india por sus venas: es decir,
se trata de una Ley claramente racista – y esto
es algo que hoy despierta muchas suspicacias
en los EE.UU.
Además, es muy difícil calcular el índice real ´
de sangre indígena que corre por las venas de
cada persona, ya que a lo largo de este siglo
ha habido muchos matrimonios mixtos de
blancos e indios, hijos no reconocidos, etc.
Por otro lado aun, la Iglesia Nativa Americana
se trata de una organización con fines y
contenidos de carácter espiritual, no es un
partido político u otro tipo de organización con
intereses materiales o nacionalistas, con lo cual
la adhesión o no a tal camino religioso debería
estar basada en una espiritualidad vivida de
forma individual y en el compromiso personal
hacia y con las prácticas místico-extáticas que
propugna la Iglesia Nativa Americana. Por ello,
la adscripción a la iglesia del peyote no puede
estar basada en aspectos raciales, económicos o
lingüísticos, como reclaman los propios
dirigentes y líderes religiosos.
Esta ambigua ubicación legal en la actualidad
genera situaciones de auténtica anomalía sociocultural.
Así por ejemplo, hace poco tiempo(6) fue
detenido un hombre anciano encargado, desde
hace años, de recolectar el peyote para abastecer
de enteógeno a una de las grandes comunidades
de la iglesia. Este anciano fue detenido por ello
y no pudo alegar pruebas de tener el veinticinco
por ciento de sangre india que exige la Ley.
A pesar de que fue liberado al poco tiempo,
se le había acusado de traficante de drogas.
Este tipo de eventos suceden a la vez que
es el propio Estado de Texas – allí donde
crece el peyote, en los valles del Río Grande
y del Río Bravo- el organismo que regula la
venta de este cactus enteógeno.
En referencia a todo ello y después de una
segunda batalla legal, cabe mencionar que
en el año 1979, un juzgado federal de Nueva York,
dictaminó que el uso sacramental y religioso
del peyote no puede restringirse tan solo
a la población con una cuarta parte de
ascendencia indígena, ya que ello contraviene
las leyes de libertad religiosa. Como consecuencia,
se creó una nueva iglesia consumidora de
peyote denominada Peyote Way Church of God,
iglesia de Dios del Camino de Peyote, en Arizona,
abierta a todos los seguidores sin hacer distinción
de razas o culturas (MOUNT, 1987).
En general, la población anglosajona
norteamericana tolera relativamente bien
esta iglesia nativa mistérica en el seno de
su sociedad protestante y estatal, aunque
para inducirse los estados de trance extático
consuman peyote. Podía parecer que se trata
de una contradicción dada la rígida y
dogmática política estadounidense respecto
de narcóticos y estupefacientes, pero entre
la población blanca de esta nación, los anglos,
existe una dolorosa conciencia de culpabilidad
respecto de las sociedades indias, hecho que
se traduce en una indulgencia actual respecto
de sus costumbres, incluso en una exótica
y folclórica admiración hacia la romántica
“pureza espiritual de los indígenas”.
Por otro lado, los blancos no ven relación
entre estas iglesias, basadas en las milenarias
tradiciones indígenas, y la subcultura hippy
de los años 1960, con su destacado consumo
de substancias visionarias y su actitud
contestataria hacia el régimen social establecido.
Por otro lado también, cuando en 1918 los
líderes indígenas fundaron la Iglesia Nativa
Americana, no mostraron recelo alguno en
adscribirse como grupos de carácter cristiano,
a pesar de que en el proceso de obliteración
que acabó en el sincretismo que hoy
conocemos solo se tomaron ciertas formas
ceremoniales y simbólicas cristianas y, en cambio,
se mantuvo el consumo del enteógeno y su
efecto catártico como centro absoluto del rito.
En este sentido, la Iglesia Nativa Americana
es tan poco ceremoniosa y jerárquica que
incluso ni existe una organización central que
fije las creencias y liturgias de la doctrina,
con lo que cada grupo local o cada tendencia
étnica crea y fija sus propias maneras de
consumir el peyote y la estructura ceremonial
que arropa la catarsis religiosa buscada.
En cierta forma, la Iglesia Nativa Americana
ha adquirido las distintas formas que hoy se
observan en sus ceremonias, símbolos y
doctrinas en relación con la orden misionera
cristiana que se encargó de evangelizar cada
grupo étnico. Con lo cual, esta iglesia del peyote
está más relacionada con el protestantismo
que con el catolicismo, a pesar de la ausencia
de comunión en las ramas protestantes.
En la actualidad se observa una aproximación
insistente entre el cristianismo carismático
y los colectivos del peyote. Por otro lado,
la nueva Peyote Way Church of God, abierta a
todo el mundo y no solo a descendientes
directos de indios, también centra sus prácticas
espirituales en el consumo del cactus extático
pero carece totalmente de doctrina religiosa.
No obstante, esta iglesia está cada día más
aceptada en el mundo anglosajón gracias a
la ligera apertura política y a las nuevas
espiritualidades humanistas que dan por
válido el consumo de enteógenos y la búsqueda
de la experiencia individual de lo numinoso
– y todo ello no está lejos de la denominada
New Age, Nueva Era. También influye que
diversos personajes de algún peso público
participan en sus ceremonias.
Finalmente, existe un aspecto reciente de
gran interés para el estudio antropológico
de la evolución de las iglesias peyoteras.
Se están presentando diversos problemas
que afectan la finalidad última de esta religión
extática – no sus aspectos legales. Tal dilema
se refiere a la gran cantidad de seguidores
que van teniendo las iglesias del peyote, lo
cual tal vez acabe obligando a buscar otras
formas y fuentes de espiritualidad: el cactus
es consumido por un importante grupo de
etnias indígenas que forman la Iglesia Nativa
Americana y por un creciente número de
sujetos no indígenas que constituyen la
nueva Peyote Way Church of God, especialmente
extendida por Arizona: en total suman
entre trescientas y quinientas mil personas.
El crecimiento del número de seguidores
no es fulgurante pero, sin duda, es más
rápido que el propio crecimiento del cactus
visionario, cuyo desarrollo es lento y solo
se da en una limitada área geográfica, al
sur de Texas.
La forma económica que adquiere la distribución
del peyote es por medio de pequeños negocios
familiares (en la actualidad, 1000 botones de peyote
cuestan alrededor de 100 dólares norteamericanos)
por lo que la oferta es limitada, y además se
corre el peligro de extinción del cactus silvestre.
A causa de esta situación se han iniciado
aproximaciones entre los seguidores de estas
iglesias y científicos botánicos con miras al
cultivo artificial del cactus por un lado, y para
aprender a recoger los botones sin dañar la
raíz de la cactácea y permitirle así reproducirse
con más rapidez. Ya se ha iniciado un
intento de plantación de este vegetal embriagante,
pero la lentitud en el desarrollo del cactus
no alcanza a satisfacer las necesidades del culto.
Así, según un peyotero profesional, en el
año 1945 y en su rancho al sur de Texas
caminaba sobre un colchón de cactus; en
el 1972 todavía se podían recolectar 19 000
botones en 8 horas y entre 6 personas.
Tres años después, el mismo grupo sólo pudo
recolectar de 200 a 300 cactus en la misma área.
Si se tiene en cuenta que la recolección y
venta anual de botones de peyote está sobre
los 3’5 a 5 millones, según el propio Estado
de Texas, y que hay medio millón de seguidores,
calculando generosamente esta cifra, se
deduce que a cada practicante le tocan
entre siete y diez botones o pedazos anuales
de cactus, lo cual es una ración insignificante
si se tiene presente que para la realización de
cada rito se precisa consumir entre ocho y
veinte fragmentos de cactus, y que los
miembros de las iglesias peyoteras realizan
sus ceremonias varias veces al año.
La conclusión aritmética es que no hay
suficiente peyote para despertar la experiencia
espiritual extática en todos los miembros
de la iglesia. De ello se debe inferir que la
mayoría de seguidores consume una ligera
infusión del cactus, prácticamente sin poder
psicoactivo, y que sólo una minoría consigue
la cantidad suficiente de enteógeno para
inducirse el profundo éxtasis buscado.
De aquí que es probable que las iglesias
del peyote estén recorriendo un camino similar
al que siguió el cristianismo al substituir
lentamente el enteógeno sagrado original
(ver sobre ello la obra de J. Allegro) por un
placebo inactivo, pero manteniendo la estructura
ceremonial que se espera que actúe por medio
de la eficacia de lo simbólico.
Por otro lado, se trata de un tipo de espiritualidad
que por su proximidad a los valores indígenas
de carácter ecológico referidos a la protección
e identificación con la naturaleza, por el valor
que otorga a la experiencia personal profunda
y no a los actos de fe dogmática, incluso por su
exotismo, encaja perfectamente con el ansia
de búsqueda espiritual de algunas minorías europeas.
De aquí que su expansión por el Viejo Mundo
sea cada vez más probable, a pesar de que estoy
hablando – por supuesto- de iglesias minoritarias,
como siempre que se trata de la búsqueda de
una espiritualidad comprometida.
Todo ello, pues, viene a constituirse en una
dificultad creciente para mantener los principios
espirituales de las iglesias del peyote, ya
que dependen del abastecimiento del cactus
sagrado. IIIEl santo Daime y la UDV...
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