domingo, 13 de mayo de 2012

EL PEYOTE Y LA AYAHUASCA EN LAS NUEVAS RELIGIONES AMERINDIAS I



Si tradicionalmente fueron Europa y Asia los 
proveedores de espiritualidad y de técnicas 
para buscar y vivir el misticismo y el éxtasis 
religioso, en la actualidad es el continente 
americano el que se ha convertido en un inmenso 
campo de cultivo de la espiritualidad mundial, 
laboratorio de nuevas religiones y religiosidades 
que en diversos casos se van abriendo camino 
en el Viejo Mundo, incluso en Asia.


Este hervidero de nuevas espiritualidades, 
mestizajes religiosos y sincretismos(1).adquiere 
una gran diversidad en sus forma de 
manifestarse: desde la mística extática 
entendida en la más estricta tradición de la 
individualidad oriental, hasta las grandes 
organizaciones religiosas de carácter 
protestante cuya clave expansionista suele 
residir en las estrechas relaciones que 
mantienen con los sistemas de control social 
(gobiernos, ejércitos, multinacionales), 
los cuales apoyan de forma principalmente 
monetaria las acciones proselitistas de 
sus pastores y difusores, con el fin de 
conseguir agrupar el máximo número 
de seguidores en sus ceremonias y 
creencias a los que poder controlar 
con posterioridad. La tristemente famosa 
Escuela Lingüística de Verano es un buen 
ejemplo de ello en Sudamérica.


Para iniciar el recorrido analítico por las 
nuevas formas religiosas cuya esencia es el 
consumo ritualizado de substancias visionarias 
o enteógenas(2), se debe aceptar que tales 
religiones sincréticas solo se mantienen 
vivas en América y en África, a pesar de 
que el consumo de psicótropos fue algo 
generalizado en la práctica totalidad de las 
religiones prehistóricas e históricas.


Hay abundante material bibliográfico sobre ello, 
pero tal vez el punto crucial de esta discusión 
deba situarse en el enfrentamiento científico 
entre Mircea Eliade y Robert Gordon Wasson.


 El primero defendió la hipótesis de que las 
religiones que practican el consumo 
ritualizado de enteógenos deben ser 
consideradas como formas de espiritualidad 
decadente, ya que la búsqueda de estados 
extáticos debe ser, según M. Eliade, resultado 
de la meditación en sus diversas formas. 


En cambio, el segundo de estos autores, 
R. Gordon Wasson, puso de manifiesto que el 
proceso prehistórico evolucionó en sentido 
contrario: el consumo de enteógenos permitió 
al ser humano conocer y vivir ciertas 
experiencias extáticas que luego fueron 
buscadas por otros medios cuando, por las 
causas que fuere, desaparecía del entorno 
de una sociedad la posibilidad de abastecerse 
del enteógeno usado, como fuera el caso de
 los arios y su famoso Soma.

En todo caso, incluso en la puritana Iglesia Católica, 
hoy prácticamente desactivada de todo 
misticismo, sobrevive el consumo simbólico 
de un embriagante – el vino- como centro 
de su máxima expresión ritual, la Misa.

Y ello es algo que proviene de los más lejanos 
orígenes cristianos y no al revés: los Patriarcas 
fundadores, a la sazón, usaban licores mucho 
más fuertes que el actual vino de misa y la 
ebriedad sagrada era conseguida de forma 
mucho más rápida y profunda, como aparece 
repetidamente en los Textos Sagrados.


Así pues, a modo de introducción hay que 
definir los lazos que unen tales formas de 
religiosidad mistérica contemporánea americana 
con el misticismo, en la forma en que es 
entendido en Occidente a partir de las 
tradiciones dadas.


Por mística, en su sentido más lato, cabe 
entender la parte de la producción cultural 
humana relativa a los misterios religiosos. 


Se trata de una experiencia de lo numinoso 
– verdadera o supuesta, pero ello no es objeto 
de discusión aquí- , de la unión o vivencia 
sensible y directa con la divinidad según la 
entienda cada cultura. Al sentido originario 
de mística, en tanto que experiencia sensible, 
cabe atribuir los misterios de muchas religiosidades
 no cristianas, desde el chamanismo hasta el 
sufismo musulmán o el budismo. 


La diferencia más importante entre el 
misticismo cristiano y los demás, reside en 
que el cristiano – cuyo preludio hallamos en 
el misticismo judío- , no puede eludir el hecho 
de que la materia ha sido santificada, ni puede 
ignorar a los otros seres humanos ya que el 
principal camino hacia la unión con Dios es 
el amor al prójimo, y ello a pesar de los 
siglos de torturas y asesinatos inquisitoriales 
en nombre de tal amor. En sentido contrario, 
en otras tradiciones espirituales, el misticismo 
ha sido más relacionado con determinados 
ritos religiosos de carácter secreto y misterioso, 
que permitían a los iniciados el contacto 
sensible con la divinidad. 


De ahí, el contenido profundamente mistérico 
de las religiones enteógenas cuyo centro ritual 
reside, justamente, 
en el consumo de psicótropos de carácter 
visionario (no de narcóticos o estimulantes) 
cuyo efecto sobre la psique humana desvela la 
vivencia de lo que se suele denominar como 
experiencia inmediata de la divinidad, con o 
sin activación del imaginario.
Aclarado el primero de los conceptos a utilizar, 
fijemos la atención en el siguiente ¿de dónde 
nacen las nuevas religiones mistéricas americanas?. 


Sin lugar a dudas, los cuatro principales pilares 
que sustentan tal laboratorio de espiritualidad 
en la América de hoy son:
el cristianismo, tanto en su versión de decaído 
catolicismo como por medio de los múltiples 
grupos y sectas de ostentosos y agresivos 
protestantes sostenidos con abundantes dólares;
las creencias y prácticas animistas y mágicas 
de origen africano llegadas al continente 
americano con los esclavos negros; por 
ejemplo, los ritos de candomblé y las demás 
prácticas afrobrasileñas o las ceremonias 
propias de la magia vudú afrocaribeña;
el tercer puntal que alimenta el hervidero 
de religiosidades en la América de hoy está 
constituido por los intrincados sistemas de 
creencias, símbolos y prácticas chamánicas 
supervivientes de los pueblos indígenas 
americanos, los cuales si bien en su mayoría 
han sucumbido junto a sus formas culturales 
en el largo proceso de colonización y de 
industrialización, en algunos casos han logrado 
sobrevivir generando múltiples formas 
sincréticas mágico-religiosas al unirse a la 
simbología cristiana o a las prácticas africanas 
en sus ritos y ceremonias;
finalmente, y con una influencia menor pero 
claramente visible, están los esoterismos 
espirituales desarrollados en Europa a lo largo 
del siglo XIX: teosofía, espiritismo, 
rosacrucismo y la masonería.


En el actual mercado de la espiritualidad
también se dan otras mezclas como, por 
ejemplo, los rastafaris jamaicanos, las nuevas 
espiritualidades en base a religiones orientales, 
o cierta psicología humanista contemporánea 
denominada de la Nueva Era cuyos valores 
transpersonales le acercan mucho a los 
sistemas espirituales misticoides. A pesar 
de su existencia, no hablaré de ello sino que 
las dos religiones a las que dedicaré el presente 
texto son el resultado del sincretismo nacido 
entre las prácticas chamánicas indígenas 
amerindias y el cristianismo americano. 


Estas nuevas formas de espiritualidad siguen 
manteniendo su centro ritual en el consumo 
de enteógenos, característica esencial de las 
prácticas mágico-religiosas indígenas tradicionales 
y del cristianismo original (ALLEGRO, 1985).


A partir de estas tres grandes formas de espiritualidad (cristianismo, religiones afro y tradiciones 
chamánicas amerindias) más la supervivencia 
de las doctrinas esotéricas europeas y las 
aportaciones del mundo oriental que iniciaron 
su entrada masiva en la América en los años 1960, 
se han originado un sinnúmero de grupos, sectas 
y religiones cuya búsqueda se orienta hacia 
la experiencia de lo numinoso, entendido 
aquí como la influencia de un objeto o presencia 
invisible que induce estados modificados 
de la consciencia, sensiblemente verificables.


La importancia universal de este campo de 
cultivo de nuevas espiritualidades que es 
América hoy se debe a que ahí se digieren 
y aprovechan aportaciones de todas la grandes 
y pequeñas culturas previas. Las poblaciones 
americanas no están lastradas por la pesada 
cadena que representan las antiguas y rígidas 
tradiciones litúrgicas, a las iglesias duramente 
jerarquizadas y, en definitiva, a las mentalidades 
conservadoras. Las nuevas espiritualidades 
americanas disfrutan de la capacidad de 
transformarse tan a menudo como se crea 
necesario, de la libertad para experimentar 
formas nuevas sin dogmatismos de antiguas 
religiones – lo cual no implica que estén libres 
de ellos- , a menudo decadentes y que 
consiguen mantenerse gracias al apoyo de 
las instituciones políticas o por medio de 
estrategias de marketing que no tienen 
mucha relación con la búsqueda de valores 
espirituales trascendentes o de un camino 
hacia la experiencia de plenitud extática, 
sea ésta entendida como una unión con la 
divinidad, con la esencia de la Pachamama, 
la Madre Tierra, o como una catarsis 
autoremunerativa.


Durante milenios, la religiosidad de las 
sociedades indígenas americanas – tanto 
en el continente meridional como en el 
septentrional- han entendido el consumo de 
enteógenos como la forma sagrada de comunión 
con su ideación de divinidad, fuera ésta teísta, 
animista o atea. Sólo para recordar alguna de 
las plantas o pócimas visionarias más conocidas 
y usadas en contextos religiosos americanos 
indígenas, cabe mencionar el consumo 
mexicano de teonanácatl, hongos psilocíbicos 
cuya ebriedad es buscada por diversas etnias 
de Mesoamérica como los mazatecas, pueblo 
al que pertenecía la famosa chamán María 
Sabina a quien Occidente debe, en parte, el 
conocimiento sobre la vigencia del uso de 
enteógenos en el mundo indígena actual.

Es famoso también el uso pan-amazónico 
chamánico y no chamánico en más de 70 grupos 
étnicos de la mixtura enteógena de ayahuasca 
o yagé – analizado en detalle en alguna de mis 
obras anteriores: FERICGLA, 1994; 1997. 


Cabe citar también el uso de rapés inhalados 
que contienen elevadas cantidades de triptaminas 
embriagantes en la zona del Caribe y de la 
Amazonía (OTT, 1996). No está menos 
extendida en todo Sur y Centroamérica la 
tradición de beber el potentísimo jugo de 
las Brugmansia, popularmente conocidas 
como “floripondio” o “hierba del diablo”, cuya 
embriaguez puede durar tres o cuatro días. 


También ocupa un lugar importante el uso 
adivinatorio y en diversos rituales de curación 
de las semillas de Dondiego de día que 
sintetizan alcaloides ergolínicos. 


No se puede olvidar el péyotl, o cactus del 
peyote, tan conocido por ser el enteógeno con 
que los huicholes – entre otras etnias- 
realizan su comunión sagrada; en la actualidad, 
este pequeño cactus es también el sacramento 
consumido por los cerca de 500.000 miembros 
de la Native American Church y de la Peyote 
Way Church of God extendida por los EE.UU. 
y Canadá, y de la que hablo extensamente 
más adelante. 


Finalmente, hay que citar el difundido uso del 
gran cactus san Pedro – dueño de las llaves del 
cielo, en la tradición cristiana- por toda la 
cordillera andina; y tampoco se puede olvidar 
el tabaco silvestre, considerado por el eminente 
antropólogo Johannes Wilbert como el alucinógeno 
americano por excelencia ya que fue – y es- 
consumido por grupos indígenas de todas las 
latitudes continentales (WILBERT, 1987). 


















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